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JOSÉ ANTONIO ARISTIMUÑO
El día 10 de agosto de 2020 falleció en Arrasate, Mondragón, el azueluco José Antonio Aristimuño Merino a los 79 años de edad.
Antonio era hijo de Ambrosio Arana y Lucía Merino. El por qué no llevó el apellido de su padre fue una mala jugada del destino o del funcionario del registro. Veamos esta historia que aconteció en nuestro pueblo. En el primer tercio del siglo XX se desposó el azueluco Frumencio Acedo Antoñana con la moza Lucía Merino Ortiz de Ortigosa de Cameros. Este matrimonio tuvo dos hijas, Mari y Flora. Una hermana de Frumencio, Severiana se desposó a su vez con un joven carpintero también de Azuelo, Julio Aristimuño, y este matrimonio tuvo dos hijos, Aurelio, el acordeonista y trovador, y Ascensión, Ascensionita la de Madrid porque siendo muy joven se la llevó a Madrid su tía Eustolia, hermana de su padre. Sucedió que fallecieron Frumencio y Severiana y los dos cuñados, Julio y Lucía se casaron aportando cada uno de ellos al matrimonio dos hijos que además de ser primos carnales fueron hermanastros. Este matrimonio tuvo una hija, Engracia. Pero los hados del destino le jugaron una mala pasada a Lucía porque falleció Julio, Julito que era como se le conocía en Azuelo. Lucía, de nuevo viuda y con hijos que alimentar, volvió a desposarse de nuevo a los pocos años; esta vez con Ambrosio Arana y este matrimonio tuvo otros tres hijos, Antonio, Conchi y Valvanera. Antonio nació en Pamplona y no es de extrañar que cuando le contaron esta historia al funcionario del registro, no la entendió, como puede ocurrir a muchos que ahora la lean, y el buen hombre al final inscribió lo que entendió, tampoco hubo reclamación porque casi seguro que quien lo inscribió ni sabía leer, ni sabía escribir. Así fue como José Antonio se apellidó Aristimuño en vez de Arana.
Ambrosio con Lucía y su prole se trasladaron a Logroño muy pronto, donde regentaron el bar “El Rancho Grande” en la calle Travesía de San Juan, junto a La Redonda.
Antonio se crió junto al Ebro, vivían en la calle Ruavieja. Allí en el “Ebro chiquito” donde las mujeres iban a lavar la ropa junto a la ermita de San Gregorio, Antonio pasaba horas y horas tras los cangrejos y los barbos o sacudiéndole a algún pato con el “tirabeque”, porque allí donde ponía el ojo, ponía la china, redondita y maciza que recogía del Ebro. Sus juegos eran deslizarse con el carricoche por la Cuesta Pavía, junto al Cementerio, o corretear por las cuevas rupestres del monte Cantabria, enfrente de Logroño, donde habitaron los primeros habitantes de Logroño antes de la conquista romana. Cuevas que aún existen.
Antonio, mozalbete suspiraba por venir a Azuelo, y cuando llegaba el verano y tenía vacaciones en la Escuela de Artes y Oficios donde estudiaba ebanistería, venía a Azuelo enfundándose la zoqueta en la mano izquierda y la hoz en la derecha para ayudarles a sus tíos Pedro y Mari en las duras tareas de la siega y la trilla. En sus ratos de descanso se acercaba a la iglesia y desde el asiento de cemento, unas veces les sacudía con el “tirabique” a los gorriones posados en el alero del tejado y otras con papel, lápiz o carboncillo hacia unos dibujos del Monasterio que eran la admiración de quienes lo veían dibujar con suma destreza.
Antonio, como otros muchos, muchos de Azuelo también emigró a “los vascos” y su destino no fue Vitoria, sino Mondragón donde encontró trabajo en la Fábrica de Fagor, permaneciendo en ella hasta que se jubiló. Allí sus manos manejaron grandes máquinas de precisión, que le hacían indispensable en su puesto de trabajo. Mas su verdadera pasión era la “madera”; su formación de ebanista lo llevó a tener como hobby “la talla”, montándose su taller en el trastero donde pasaba horas y horas.
En Mondragón se desposó con una joven extremeña, Carmen Fernández. Este matrimonio tuvo un hijo, también llamado José Antonio.
Antonio era muy amante de su pueblo a donde le gustaba venir siempre que podía y en los años finales de su vida no podía pasar un año sin darse una vuelta por Azuelo. Aconteció en el año 1973 que un día los amantes de lo ajeno entraron en la iglesia de Azuelo llevándose la puerta del Sagrario, un bajorrelieve del retablo mayor y unas puertas de los relicarios. Antonio talló y colocó una puerta para el Sagrario, que es la que actualmente tiene. Pero no quedó ahí su relación con Azuelo. En el año 1975 los azuelucos seguían emigrando a “los vascos”; ese año Pedro y Mari los últimos taberneros de Azuelo cerraron el bar, el único que quedaba en el pueblo y se fueron a Bilbao. Azuelo se quedó sin bar y fue entonces cuando se creó la Asociación Cultural Recrativa Santa Engracia, que tuvo su embrión en el “teleclub” que entonces había en la escuela vieja, en los bajos del Ayuntamiento. Los primeros socios aportaron cada uno mil pesetas, de las de entonces, para acometer las obras y acondicionar el local para dar el servicio de bar, sin el cual se había quedado el pueblo. Antonio también colaboró con la Asociación y talló en madera el escudo onomástico de Azuelo que hoy se conserva colgado en un cuadro en el domicilio de la Asociación y que ésta adoptó desde entonces como su anagrama para que no se perdiese este símbolo.
Estas dos obras de arte de Antonio, la puerta del Sagrario y el escudo de Azuelo perdurarán en el tiempo y forman parte del patrimonio cultural de nuestro pueblo. Hoy queremos dejar testimonio de su autoría para que futuras generaciones lo tengan en cuenta en su día. Los que conocimos a Antonio siempre lo recordaremos como aquel chaval que era un portento con el “tirabique” y el carboncillo.
Desde aquí enviamos nuestro más sentido pésame a su hijo José Antonio, a su hermana Engracia, a sus sobrinos y demás familiares.